
Foto: Virginia Rey
Hace unas semanas conversaba con Violeta, una joven talentosa con quien tengo la fortuna de hacer equipo. Hablábamos sobre uno de los temas sobre el que quería escribir, a propósito de una frase en un libro que leí que ponía el foco en los momentos de felicidad.
Dieciocho días después del primer síntoma que tuve de COVID leo otro libro que me hizo evocar uno de mis más recientes momentos de felicidad. Porque la felicidad es eso: momentos. No es un estado ni un punto de llegada. Para mí son esos espacios que vivimos en ese camino de búsqueda hacia lo que creemos que es una meta.

Recuerdo claramente que tenía mucha emoción porque iba a hacer mi primera inmersión nocturna. Fue el 2 de octubre de 2021. Había llovido en Chichiriviche de la Costa, una bahía enclavada en la olvidada zona occidental del estado Vargas, Venezuela. “El río había tumbado una mata de cacao” escuché comentar como un chiste a alguien en la operadora de buceo Scubatec Dive Center. El agua que llegaba a la bahía era especialmente marrón, pero un marrón como el de un café teñido por la leche. Así que la probabilidad de que se concretara la inmersión estaba en suspenso. Sin embargo, unos buzos “pro” entraron en avanzada al agua, y al salir dieron el OK.

Comenzó entonces el movimiento en los diversos grupos de buzos para explorar en la noche las aguas y descubrir otro mundo en la bahía: el submarino nocturno. Cada inmersión es una experiencia diferente, con especies y una luz diferentes, oía decir a los buzos que ya lo han hecho antes. Sentía una mezcla de emoción, curiosidad y “miedito” a lo desconocido. Porque un asunto es bajar 10, 15, 18 metros viendo cómo vas descendiendo y otro bajar a ciegas, dependiendo de la luz, de tu compañero.
Entrar al agua y nadar en la noche, como los hicimos, unos 300 metros hasta llegar al punto donde haríamos el descenso, es sin duda una experiencia en la que si dejas que tu mente te domine, puede jugarte una mala pasada, pensando por ejemplo qué clase de animales pueden estar pasando por debajo de ti, o peor aún, a tu alrededor. Una vez en el punto planificado por Jorge Coss, el instructor, nos separamos en dos parejas, Carlos, mi esposo, y yo cada uno con el instructor y con Rene Sleiman, un dive master fotógrafo. Teníamos luces apropiadas y cocuyos en los tanques.
El buceo es una disciplina deportiva con diversas características. Una de ellas es que cada paso previo a la inmersión es crucial para no incurrir en errores letales, y disfrutar al máximo, por lo que requiere mucha atención, foco, paciencia para armar el equipo y mucha prudencia. Es también una actividad de confianza en el otro, porque es mandatorio descender en pareja. Así como el otro te cuida, tú debes cuidar de él.

Comenzamos a bajar. De ver el cielo negro estrellado y el mar negro en la obscuridad, y perder el contacto visual con mi compañero, comencé a ver cómo ascendía por mi visor un agua lechosa amarillenta. El color se acentuaba por la luz de la linterna. En ese momento era precisamente la iluminación de mi compañero lo que me daba la confianza de que él estaba a mi lado. De él recibí ayuda para poder descender, halándome por el bc (chaleco de buceo). Para lograr un descenso óptimo el secreto está en no mover las aletas y expulsar lentamente todo el aire de los pulmones que, cuando están llenos se convierten en globos que tienden a buscar la superficie por la presión que ejerce el volumen de la masa de agua sobre nuestro cuerpo. Bajamos hasta un punto llano, a cinco metros para alcanzar fondo tras atravesar esos tres metros de visibilidad cero y poder sentir una sensación de confianza. Hablaba sola de la emoción. Obviamente bajo el agua no podemos escuchar al otro. La comunicación es por la señas convencionales a las que, en la inmersión nocturna, se suman otras hechas con la luz. Con ella hay que tener especial cuidado de no alumbrar directo a la cara del compañero porque el tiempo de recuperación por el golpe de luz en la retina puede ser de entre dos y diez segundos dependiendo del estado de salud visual. Cuando estabilizamos línea de flotabilidad y comenzamos a desplazarnos lentamente para seguir descendiendo me sentí maravillada por lo que veía, —en medio del silencio marino que solo se quebrantaba por el sonido que producía mi respiración que resonaba de forma amplificada en mi cabeza: fuuuuuuu, uuuuuuuuu—. Cada vez se hacía más lenta porque me sentía más relajada. Peces dormían, algunos recostados de la piedras, mientras que otros salían a dar su ronda nocturna, buscando qué comer o evitando ser comidos.

Bajo el agua, de noche, los colores que vemos son los reales ya la iluminación se hace con luz directa. En el día la luz solar va perdiendo sus colores a mayor profundidad, siendo el rojo el primero que se pierde del espectro. Era increíble ver la gama en los peces, como si se tratara de comiquitas pintadas con combinaciones que emulaban personajes fantásticos. Vibraban y brillaban ante la luz.
Me sentía como puede sentirse cualquier niño que vive por primera vez una sensación a partir de una experiencia deseada, una mezcla de sorpresa y ansiedad. Como seguro se siente un niño (o el niño que lleva dentro cualquier adulto) que va por primera vez a Disney World. No quería perderme de ver nada. Quería verlo todo, como un minúsculo camarón fantasma que apenas tuvimos visibilidad observé danzando frente a mis ojos. Era violeta y la luz sobre su cuerpo reflejaba además un rojo intenso. No podía creerlo. Luego vi un camarón tan anaranjado fosforescente, del tamaño de la uña de mi dedo meñique dentro de un coral tubular, con la forma de las tubas de un órgano de iglesia, pero arremolinadas y danzando con el vaivén de la corriente marina. Para mi fortuna mi compañero tiene especial afición por las especies miniatura y sabe además dónde encontrarlas.

Pero no todo es tan bonito bajo el agua. Al igual que en el reino mágico de las fantasías que recrean en el “Magic Kingdom” hay monstruos y dragones. Al acecho vi dos morenas, como las que había visto ya en la inmersión diurna en un punto de buceo de la bahía llamado “micromundo”. Sus colores diseñaban una estampa lila con puntos morados y el borde de la boca rosado, a la luz de la linterna eran más intensos. Se veían hermosas, a pesar de que tenían las fauces abiertas que mostraban sus dientes afilados. Una más grande que la otra, inmóviles entre las piedras. Toparlas en Chichi ha significado, desde la primera experiencia de buceo en esa zona, una constante advertencia. Una mordida de morena puede tener consecuencias muy dolorosas y requerir una concienzuda limpieza de desinfección. Además de que lo peligroso es que puede morder y no soltar la mordida.
Bucear no es un deporte para ir apurado. Es un momento de encuentro en el silencio, de estar contigo porque solo una puede escucharse, maravillarse y exclamar para sí, con el regulador en la boca “guaooooooooo”—igual que seguramente lo dije cuando fui la primera vez a Disney cuando tenía 19 años y mi niña interior se maravilló al ver lo imponente del castillo—, como se maravillaba en esa inmersión al descubrir el mundo marino de noche. El “miedito” que creí iba a sentir quedó arriba mientras iba descendiendo y el océano me recibió con ese camarón fantasma cuyos colores podían hacerlo un personaje más de la película Fantasía, una de mis favoritas.
Cuando retornamos a las superficie, sentía una mezcla de emociones como las que pueden sentirse cuando se sube a una montaña rusa: el temor inicial por imaginar en la expresión de la cara de los otros el tipo de experiencia que viviría, agudizado por los gritos ante las piruetas intrépidas de la atracción que tras una y otra y otra generan descargas de adrenalina para volver a la calma otra vez al terminar el recorrido y quedar con ganas de otra vuelta más. Fueron 46 minutos bajo el agua, en los que descendimos hasta 18 metros, en los que no perdí un momento para descubrir y admirar todo cuanto podían ver mis ojos de buza inexperta que se aproximan por vez primera a un entorno desconocido. Salí del agua con la emoción y asombro, y ganas de más, que puede tener una niña que ha vivido un momento de felicidad.
Tremenda experiencia , me gustaria experimentarla. Ya que cuando muchacho(45 años atras , haha) buceabamos en Cayo Sal y Sombrero Pasabamos todo el dia disfruntando la vida marina. Gracias por compartirla. Slds para ti y mi HH Carlos
Guao! Aymara, qué experiencia tan extraordinaria! y qué momento tan especial. Definitivamente un momento de introspección y luego de disfrute de todo lo encontrado en ese mundo marino que pudo llevarte a sentirte feliz 🙂
¡¡¡Que genial relato sobre tu primera nocturna!!! Quiero hacerlo viral porque siento la misma emoción de la primera vez cada vez que entro de noche. Un abrazo y nos vemos pronto en el agua. Un abrazo grande.