
Llegamos al hotel Alba Caracas a las 5 de la mañana. Aunque fui sola, me sentía acompañada con la Mafalda que tenía estampada en la franela negra que, exprofeso, decidí vestir el lunes 21 de junio para recibir la segunda dosis de la vacuna china Sinopharm.
Esta vez iba pertrechada: un morral con agua, frutas, un paraguas ante la incertidumbre del clima, un banquito para soportar sentada las horas inciertas que me tocaría esperar por el pinchazo —en la primera dosis fueron nueve horas y media— y un libro, La invasión consentida, de Diego Maldonado, para comenzar a leer.
Desde las dos de la madrugada había gente en el lugar. Es uno de los centros de vacunación más grandes instalados por el régimen de Nicolás Maduro para inmunizar a los venezolanos. En uno de sus discursos de mayo pasado, dijo que en junio, julio y agosto habría una vacunación masiva para llegar al 70% y lograr la llamada inmunidad de rebaño. Sin embargo, a la fecha, las proyecciones de la plataforma Timetoherd reflejan que el 70% de los venezolanos sería vacunado contra el COVID-19 en 479 días, es decir un año y cuatro meses.
Los venezolanos de la tercera edad, quienes habían recibido la primera dosis de la SputnikV, hacían la fila del lado derecho, mientras quienes fueron inmunizados con la china, lo hacían del lado izquierdo. Linternas y luces de teléfonos celulares dibujaban las siluetas de hombres y mujeres que ya habían sitiado el lugar, algunos asistidos por andaderas. Sillas de playa, banquitos de plástico y hasta cavas, daban cuenta de la paciencia con la que iban preparados con la esperanza de conseguir su segunda dosis. Lo que no había era distanciamiento social, una de las condiciones necesarias para prevenir la propagación del coronavirus.
El pasillo lateral de la estación del metro Bellas Artes guarecía a los convocados, de una garúa que comenzó a las 6 de la mañana. La jornada de vacunación era diferente ese lunes. Era la primera de la segunda dosis y estaban acumulados los que no recibieron la inmunización el sábado, tampoco el domingo, con el argumento de que se celebraba el día del padre. Al menos eso fue lo que dijeron a las personas que acudieron y que, con la impotencia de no ser atendidos, tomaron parte de la avenida México el domingo 20 de junio para protestar.
La incertidumbre también me acompañaba a mí y a todos los que acudimos para ser vacunados este día con el fin de alcanzar así el 82% de inmunidad con la vacuna china o el 92% con la rusa. Esa incertidumbre se convirtió en la certeza no deseada pasadas las 6 de la mañana, cuando un efectivo de la Guardia nacional anunció: “¡La vacuna rusa a partir del mes que viene!”
—¿Y por qué no lo dijeron ayer? —intervino una señora—: ¡Yo vengo todos los días a preguntar!
Ninguno de los de la tercera edad daba crédito a lo que escuchaba.
2
El domingo 30 de mayo fue el segundo día de la jornada de vacunación que agarró a muchos por sorpresa, pues no tuvo la difusión requerida. Sin embargo, desde las 4:00 a.m. había personas haciendo una fila que, a las 8:30 de la mañana, daba la vuelta a la manzana por la avenida México y llegaba a la entrada del hoy Hotel Venetur, al lado del antiguo Museo de Arte Contemporáneo Sofía Ímber, en la avenida Bolívar de Caracas.
Un coronel del Ejército se paseaba por la fila acompañando a una supuesta doctora que tenía las uñas tan largas que era imposible que pudiera hacer las maniobras mínimas de palpación a un paciente para examinarlo. Iban de grupo en grupo pretendiendo dispersar a la gente que, motu proprio, llegó hasta el lugar buscando la vacuna. Explicaban que, si no habían recibido el mensaje que debía llegarles al estar inscritos en el Sistema Patria, no serían vacunados.
Le pregunté al coronel si había venezolanos de primera y de segunda. Cómo no podían ser vacunados aquellos que no estuvieran registrados en el Sistema Patria.
—Tiene que inscribirse en el Sistema Patria. Si no le parece porque no está de acuerdo, inscríbase en la página del ministerio de Salud, donde hay un link para los rezagados. Porque no es lo mismo vacunar a una persona joven que a una persona mayor.
—Pero usted no está al tanto de si yo tengo una patología—, le respondí.
—Pues regístrese entonces, porque las vacunas que hay van a ser asignadas. Si no quiere inscribirse en la plataforma del ministerio de Salud, pues no va a ser vacunada, porque están vacunando de acuerdo a las prioridades que asigna el sistema. (sic)
Ese domingo en la página del ministerio de Salud no había información precisa de cómo llegarle a ese link para registrarse. El desorden y la desinformación reinaban bajo los 30 grados centígrados que hacían. Ninguna de las personas en el punto donde me encontraba se movió. Otra señora que se movía con dificultad por sobrepeso y con la ayuda de un bastón, elaboró una lista de personas mayores para llevarlas hasta el hospital Miguel Pérez Carreño, ubicado en La Yaguara, para recibir allá la primera dosis. Luego de eso la fila se redujo. El señor que estaba detrás de mí decidió quedarse porque tenía cinco horas y no se iba a arriesgar.
Del otro lado de la puerta del estacionamiento del hotel había también otra fila de personas que habían recibido el mensaje por el Sistema Patria y personal médico que esperaba para ser vacunado. Unas mujeres con franelas de la Misión Salud, decían: “Esas escuálidas sí se quejan. Por ahí hay una en la cola con un carnet del Centro Médico Docente La Trinidad. Eso es privado. Nosotros, que somos sector público, tenemos más derecho”.
Pasado medio día sin comer, sin ir al baño, sin respuestas, los ánimos se caldearon. Los presentes comenzaron a protestar exigiendo respuesta. Un trabajador de Venezolana de Televisión se apartó del bullicio para explicar por teléfono que no podía hacer un pase en ese momento “porque hay una aglomeración de gente y de gente que no fue llamada para vacunarse y se están quejando y haciendo guarimba”. A las 10 de la mañana solo habían aplicado 1000 vacunas.
Ante toda necesidad, siempre surge la oportunidad para la transacción malsana. Esta no fue la excepción. Desde las 4:00 a.m. había gente haciendo fila. Algunos, ante la desesperación, ofrecían sus puestos en $3 dólares. En un segundo intento por reducir la interminable fila, una mujer de unos 35 años insistió en que se anotaran en la lista que los llevaría al hospital. Fue ella quien me dijo que me quedara en la fila, que aunque no estuviera inscrita en el Sistema Patria, cuando entrara iba a quedar registrada.
Durante las pesadas horas de espera, gente de todas la edades se quejaba. Quienes resistimos casi diez horas en medio de la desinformación y la desorganización, logramos la primera dosis ese domingo 30 de mayo.
3
Pero este lunes todo apuntaba a que sería diferente. Al primer aviso de los efectivos de la Guardia Nacional, vino el de una mujer que, inicialmente, fue percibido como una buena noticia, porque se acercó a los primeros de la fila de la tercera edad pidiendo ver sus tarjetas. Pero era solo para hacerles comprender que no se vacunarían hoy. “Se les va a colocar de acuerdo a la fecha de su tarjeta, pero el mes siguiente. Si le toca el 19 de junio, será el 19 de julio. Si le toca el 20 de junio, será el 20 de julio”. Esta información no amilanó las esperanzas de la mayoría de las personas de la tercera edad. Pocos se retiraron del lugar. Allí seguían cuando mi fila avanzó.
A las 10:05 minutos de la mañana ya estaba dentro, en lo que creía sería el único punto de control. A diferencia de la primera vez, cuando separaban a las personas de la tercera edad de los menores de 60 —y era que sabías con certeza que aplicarían dos vacunas de acuerdo a las edades—, en esta ocasión todas las filas de sillas corrían iguales. A pesar de que un militar me había dicho, cuando pregunté muy temprano en el pasillo de la estación del metro de Bellas Artes, si estaban aplicando la primera dosis y me dijo que la fila era del otro lado del hotel, ahora, con los llamadores en hojas blancas con las letras impresas negro, confirmaba que solo estaban suministrando la segunda dosis de la vacuna china.
Al llegar mi turno, la jovencita que me atendió —aparentaba unos 15 años—, sonrió porque después de darle los buenos días, le pedí que asentara en la tarjeta que a mí me habían inyectado con la china. Sus manos con las uñas cortas y lo que restaba en ella de una pintura rosado fosforescente, daban la impresión de haber salido de jugar de una pileta de tierra. Sus movimientos al escribir denotaban la duda que tenía al asentar en la tarjeta cada letra del nombre comercial de la dosis. No creo que su duda hubiese sido por cansancio, porque no habían transcurrido ni cinco horas de la jornada de 11 que trabajaba a diario allí y por la que recibía un pago mensual de $80 dólares.
Al incorporarme de nuevo a otra fila, pensando que de ahí iría directo al puesto de la vacunación, comprobé que nos esperaban unas diez hileras más de sillas por las que fuimos avanzando como si se tratara del famoso juego y en el que el distanciamiento social quedó reducido a cero. Ya estaba más cerca, pensaba, sin saber que una situación de vértigo me haría sentir que recorría en cámara lenta, y con la sensación de que estaba aislada en una burbuja, el último trecho. Nos esperaba otra fila de sillas más, frente a un mesón con otros diez terminales de tabletas que no estaba en la primera dosis.
Al preguntar a la señora que organizaba a las personas de qué se trataba ese registro, me informó que era el Sistema Patria.
—Usted no puede obligarme a registrarme en el Sistema Patria—, le dije.
—Pues si no se registra no se vacuna—, me respondió.
Y cuando le contestaba, miró hacia mi mano derecha con la que sujetaba el teléfono, la cédula y la tarjeta de vacunación, y me acusó de estarla grabando. Yo seguí avanzando en la fila y la dejé detrás de mí.
Justo cuando terminaba el registro al cual tuve que someterme, porque la otra opción era perder la segunda dosis de la vacuna, sentí la voz de una mujer sobre mi cabeza que me decía: “Señora, acompáñeme por favor”. Al voltearme y levantar la mirada noté que era una sargento del Ejército. Tomé mi morral y el banquito que llevaba, tras guardar la chaqueta que me había quitado en previsión al momento de la vacunación, y caminé detrás de ella hasta un punto, pensando que estaba siendo guiada hacia la estación de vacunación.
— Ubiquen a un especialista del Sebin —, dijo la sargento.
—¿Qué sucede? —pregunté.
—¿Usted es reportera?
—Yo estoy aquí como una ciudadana cualquiera que vino a recibir su segunda dosis de vacunación.
—¿Usted está grabando aquí adentro?
—Yo no estoy grabando. Además, la primera vez que vine pregunté si podía grabar mi vacunación y me dijeron que sí, que no había problema.
—Pero han pasado cosas y no se puede usar el teléfono.
—En ningún lugar dice que no se puede usar el teléfono. Si lo dijera no lo habría sacado para evitarme este mal rato. ¿Acaso quiere ver mi teléfono?
—No, vamos a esperar al especialista.
Los dos minutos que esperamos se hicieron eternos. A partir de ahí sentí que mi cabeza estaba en un cajón que hacía que retumbaran en mis oídos los latidos de mi corazón. El especialista no apareció en ese momento y la sargento me hizo pasar hasta la silla donde sería vacunada. “Vamos a vacunarla primero” dijo. Me dio la espalda, y aunque intenté mediar palabra con ella, se retiró.
A diferencia de la primera vez, no me di cuenta de cuándo la persona que me inyectó sacó la jeringa, ni cuándo la cargó con la ampolla de la dosis. Sentía los latidos en mi pecho, en las yemas de los dedos de las manos y las plantas de mis pies. Lo recuerdo y se me hielan las manos y los pies. Por mi mente pasaron fugaces recuerdos de casos de personas que adquirieron notoriedad por lo bizarro de sus casos, porque fueron detenidas por el contenido que tenían en sus teléfonos celulares.
—Tome el algodón—, me dijo la persona que me inyectó.
—¿Me lo dejo puesto? Atiné a preguntarle volviendo al aquí y al ahora, mientras me paraba de la silla sin divisar a la sargento, y al no hacerlo tomé rumbo hacia la puerta.
En la salida me tropecé de nuevo con la mujer que me señaló y aunque deseé ser invisible en ese momento mi deseo no se realizó. Logré alcanzar la otra puerta y cuando iba enfilada hacia la rampa de la entrada del estacionamiento escuché la voz de la sargento: ¡Señora, deténgase! A la señal de alto me volteé y, caminando hacia ella, le dije: me fui porque no la vi más.
—Esa es la señora—, le dijo a la persona que venía por mi espalda.
Mientras me giraba, el funcionario del Sebin, un poco más pequeño que yo, se cubría el rostro tostado por el sol, y ambos fuimos al encuentro. De inmediato lo abordé preguntándole si quería ver mi teléfono. Y sin darle tiempo a responder, comencé a pasarle las fotos que tenía y a explicarle cada una de ellas: esta es la foto de mi kit de vacunación, en la que se veía el morral, un cooler de agua, paraguas, así como otras fotos que había tomado afuera.
—No entiendo qué pasa—, le dije. Vine a la primera dosis y no me pusieron reparo para grabar adentro mi vacunación. No entiendo qué pasa —le insistí.
—¿A qué se dedica usted? —me preguntó
—Soy estudiante
—¿Estudiante de qué?
—De una maestría de comunicación social —respondí.
En ese momento se acercaron dos funcionarios más, preguntando qué sucedía, y el primero respondió que no pasaba nada. Que solo tenía fotos de afuera.
No vi si la sargento seguía allí. No recuerdo cómo terminó la conversación. Solo di media vuelta y enfilé hacia la salida, aparentando la calma que mi corazón no guardaba. Yo callaba mientras Mafalda, impertérrita, desde mi franela, gritaba ¡Libertad!